El presente trabajo de investigación es escrito de principio a fin por nuestro columnista invitado.
Por Abel Novillo

Los nombres de nuestro país, Argentina, o La Argentina, ya existieron como denominaciones geográficas hace muchísimos siglos atrás. En efecto, tal como lo indicara el talentoso historiador Alejandro Piñeiro, existió un caserío en la vieja y conflictiva Bosnia que se llamaba Argentina y que se encontraba emplazado a la ribera del río Drina, que actualmente posee el difícil nombre de Czyvisky. Pero asimismo, la actual y bella ciudad francesa de Estrasburgo, durante el siglo IX, supo llamarse Argentina y no argentine o argentinien como podría suponerse, de acuerdo a la etimología galesa o germana, Estrasburgo, en verdad, existió mucho antes de la era cristiana y se la conocía como Argentorate, que según parece, quería decir «lugar cerrado por dos ríos» y la palabra sería de origen celta. Luego, cuando pasó al imperio romano, Argentorate se convirtió en Argentoratum, de obvia fonética latina.
Pero, también en Francia, las localidades de Dordogne, Savoie y Daux-Savres, existen contemporáneamente, tres modestas villas denominadas Argentine, sin contar otras que se llaman Argentan, Argentuil y otras varias de formas parecidas.
Muchos estudiosos coinciden en que habría sido del Barco Centenera, autor de una larguísima y mediocre crónica en verso, que se llamaba precisamente «La Argentina», el que diera origen en el siglo XVI al nombre actual de nuestro país. Este religioso trató de exponer en su obra, la impresión que se había tomado de estas tierras, para que, según sus propias palabras: «…el mundo tenga entera noticia y verdadera relación del río de la Plata, cuyas provincias son tan grandes, gentes tan belicosísimas, animales y fieras tan bravas, aves tan diferentes, víboras y serpientes que han tenido con hombres conflicto y pelea, peces de humana forma y cosas tan exquisitas que dejan en éxtasis los ánimos de los que con alguna atención los consideran…» sic
La expresión la Argentina, en realidad, estaba íntimamente ligada a una suerte de mítica creencia, que tenía que ver con las leyendas respecto a las opulencias, a las fastuosas riquezas que los españoles creían o que más bien preferían creer que existían en el interior del inmenso territorio.
Abel Novillo