Por Germán García Hamilton
La demanda iniciada por la Caja Popular de Ahorros contra El Tucumano no es un episodio aislado ni una reacción desmedida frente a una publicación incómoda. Es la expresión actual de un método sistemático de disciplinamiento del periodismo, un método que en Tucumán tiene antecedentes concretos, graves y documentados. Cambiaron los instrumentos, pero la lógica del poder sigue siendo la misma.
El antecedente más brutal en democracia se remonta a mayo del año 2000, cuando grupos organizados quemaron una edición casi completa del diario La Gaceta durante doce horas, en un operativo coordinado que mantuvo sitiada a la capital tucumana. Aquella investigación, encabezada por el entonces ministro fiscal Ricardo Falú, estableció que el ataque fue dirigido por un ex policía vinculado al sindicalista Carlos Cisneros, por entonces vicepresidente de la Caja Popular, y ejecutado por integrantes del clan Ale. Falú fue categórico: habló de un ataque a la libertad de prensa que puso en jaque la paz social y calificó como delictiva la pasividad policial.
Hoy, veinticinco años después, el mismo actor central vuelve a aparecer, ya no asociado al fuego ni a la violencia directa, sino a una forma más sofisticada, más eficaz y más peligrosa de censura: la asfixia económica. Y es necesario decirlo sin eufemismos: es mucho más grave fundir económicamente a un pequeño medio crítico que quemar una edición en papel de un poderoso diario, que al día siguiente puede volver a imprimirse. La quiebra económica implica la eliminación definitiva de la voz crítica, sin posibilidad de reconstrucción.
Este avance se produce, además, en un contexto judicial profundamente preocupante. Los integrantes de esta Justicia —incluido el Ministerio Público Fiscal— son los mismos que en el pasado beneficiaron a quienes eran entonces socios políticos de Cisneros, cuando se resolvió excluir de una causa sensible los audios aportados por el ex juez Enrique Pedicone. Aquella decisión no fue neutra ni inocua. Pedicone terminó siendo derrotado por Hugo Ledesma, delfín político y cuñado de Cisneros, en una elección atravesada por un escandaloso recuento de votos, con militantes bancarios ejerciendo presión directa sobre fiscales. Ese antecedente no es una anécdota: define el clima institucional en el que hoy se litiga.
La demanda contra El Tucumano llega después de investigaciones periodísticas rigurosas que expusieron el manejo de la Caja Popular, el uso de fondos públicos, el entramado del juego y la presunta asociación ilícita que hoy se investiga en los tribunales. La respuesta no fue información, ni desmentidas documentadas, ni transparencia institucional. Fue judicialización y amenaza económica, ejecutadas desde una banca pública sostenida con recursos del Estado.
Este cuadro se vuelve aún más grave cuando se observa la decadencia de La Gaceta. No por su crisis económica —que atraviesa a toda la prensa escrita en tiempos de redes sociales—, sino por la profunda caída de su credibilidad. En las redes sociales ya se habla abiertamente de ello. Durante años, el diario eligió no modernizarse, sosteniendo una estructura obsoleta porque prefirió vivir cómodamente de la pauta oficial, quedando así condicionado por quienes la administran.
El resultado fue un medio que ocultó gravísimos casos de interés público hasta el límite de lo tolerable, hasta que los escándalos se convirtieron en vox pópuli: la condena por abuso sexual del lobbista histórico Rodolfo Burgos; los allanamientos judiciales a figuras centrales del poder cisnerista por una supuesta asociación ilícita vinculada al armado de la causa Vélez; las denuncias por desvíos millonarios, por más de 2.100 millones de dólares que nunca llegaron a la salud de Tucumán; y los pactos políticos que explican la concentración del juego y de la pauta. Ese silencio no fue un error: fue funcional.
Así, la actual conducción del diario más antiguo del interior del país traicionó los principios fundacionales que lo convirtieron en una institución cívica: el periodismo entendido como servicio público y como contrapeso frente al abuso del poder. La traición es aún más grave si se recuerda que La Gaceta fue históricamente víctima de persecuciones de todos los signos ideológicos: del radicalismo en 1916, cuando Alberto García Hamilton eligió una línea opositora; del peronismo en 1947, cuando fue expropiada LV12, fundada por Enrique García Hamilton; de la izquierda armada en 1974, cuando el ERP amenazó con “la pena de muerte” al director Eduardo García Hamilton si no publicaba gratuitamente sus solicitadas (ver imagen); y de la dictadura militar en 1977, cuando el comisario Mario Albino Zimmermann amenazó al director a punta de pistola por haber informado el traslado de mendigos a Catamarca antes de la visita de Jorge Rafael Videla. Hoy, por primera vez, el diario no resiste: se somete.

Cerca de la conclusión, el cuadro se vuelve aún más inquietante. Desde hace años, los tucumanos asistimos a un pavoroso espectáculo de fusilamiento mediático. Vemos en los medios de Cisneros a un mega ejército de periodistas mercenarios, de las más diversas extracciones ideológicas, unidos por su angurria o su necesidad económica, que ejecutan siniestras operaciones de prensa, con costosísimas producciones destinadas exclusivamente a desprestigiar a los enemigos políticos del bancario o a cualquier ciudadano de a pie que se convierta en un obstáculo para sus intereses. Esta metodología, antes de su desembarco mediático, fue una práctica habitual cuando Cisneros utilizaba ejércitos de abogados de honorarios obscenos para presionar a gerentes o autoridades de bancos.
Como en una película de la Mafia, quienes construyen su poder económico a través de la violencia optan por el cómodo mundo de las finanzas de guantes blancos, para reincidir en negocios turbios, ahora amparados por un sistema judicial diseñado para protegerlos.
La demanda contra El Tucumano es parte de ese mismo recorrido histórico. No busca justicia. Busca disciplinar, intimidar y borrar una voz crítica. Y si en esta pulseada gana Cisneros, no habrá vencedores ocultos: los grandes perdedores serán todos los tucumanos de bien. Pero es necesario aclarar que esto no hubiera sido posible sin la pública complicidad de la actual administración de La Gaceta, cuya traición a más de cien años de defensa de la libertad de expresión queda expuesta con claridad en esta humilde columna.
